Desde muy jóven, en mis inicios como estudiante de teatro, fui admirador de grandes dramaturgos que fueron dueños de una atmósfera propia que los convirtió en únicos.
Comprendí que para poder abordar esas atmósferas no bastaba con entenderlas desde una perspectiva puramente intelectual: si no se respiraban esos climas desde un lugar puramente intuitivo, casi animal, era imposible meterse con el mundo que proponían esos creadores y llegar a buen puerto, y a la vez, poder traducirlos desde el propio eco, desde la propia mirada para reinventarlos.
Hay un acuerdo tácito: en nuestra vida cotidiana, cuando las personas se refieren a “lo kafkiano”, no necesitan explicar de qué se habla. Bueno, en el teatro sucede lo mismo con Samuel Beckett, con Jean Genet, y en este caso, con Harold Pinter.
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En este último, su atmósfera es reconocible por un punto de partida “casi” naturalista y cotidiano, que poco a poco comienza a verse amenazado, mientras que se degrada y descompone. Así es esta breve obra Paisaje, en donde el lenguaje se pierde a sí mismo, y las formas de comunicar son cada vez más herméticas, confusas y engañosas, para que los silencios sean llevados al límite de lo soportable y la violencia estalle.
Dos años después de Paisaje (1967) Pinter escribió otra obra corta llamada Noche (1969) a la que yo considero caprichosamente el antecedente de Paisaje aunque esta última haya sido escrita dos años antes. Pero es posible unir argumentalmente ambas piezas por aquello que dije sobre el lenguaje.
En Noche, una pareja intenta recordar cómo se conocieron, pero tanto ella como él tienen recuerdos diferentes. Dos personas que están juntas son incapaces de tener el mismo recuerdo. En los diálogos de Noche, los protagonistas encuentran en ese pasado muy pocos lugares en común: por lo que el lenguaje comienza a poner de manifiesto la ruptura del presente.
En Paisaje, un matrimonio (¿la pareja de Noche en el presente?) ya no tienen ni siquiera puntos en común con el pasado, y muchísimo menos con el presente. El lenguaje no tiene interlocutores que dialoguen, sólo arrojan palabras al vacío. Noche es el comienzo del fin. Paisaje ya es el fin, el derrumbe.
Por eso me gusta pensar una obra como continuidad de la otra.
Pude abordar como actor y director el mundo de los autores que mencioné al comienzo de esta nota. Y haber podido respirar de antemano el clima que proponen, antes de buscar el entendimiento a través del estudio y de una explicación racional, me resultó de gran ayuda.
Ahora bien: ¿qué sucede si uno como director se encuentra con actores que a priori no capturan la atmósfera de estos autores? Supongo que el proceso de montaje de la obra sería aún más complicado de lo que ya es en sí mismo el teatro de Pinter. Pero afortunadamente, en Paisaje cuento con una actriz excepcional a la que no necesité explicarle nada. Marcela Ferradás respira estos textos como si ella misma los hubiera escrito. Su intuición y su enorme talento se ocuparon del resto.
En definitiva: ¿podemos explicar el misterio? Desde luego que no.
Sólo podemos dejarnos llevar por él, sumergirnos en él, para que como espectadores el teatro de Harold Pinter valga verdaderamente la pena.
*Actor y director de Paisaje de Harold Pinter que se presenta en el Centro Cultural de la Cooperación.