El gas que se utiliza para cocinar y calefaccionar les llega a algunos hogares a través de redes, mientras que a otros les llega envasado en garrafas. La primera alternativa es más cómoda y barata que la segunda, pero ningún hogar puede ejercer la opción: compra gas en garrafas quien no puede estar conectado a la red. Y como si esto fuera poco, el ingreso promedio de los hogares que compran gas en garrafas es inferior al de quienes tienen acceso vía redes. Peor, imposible de imaginar.
Seamos prácticos. Pensar que todos los demandantes de gas puedan acceder por redes es no pensar; pensar en una extensión paulatina de las redes puede ser… bajo ciertas condiciones (por ejemplo: que quien realice el tendido de las redes, pueda recuperar la inversión vía tarifa).
Pensar también quiere decir terminar con el subsidio al gas que se distribuye por redes (como tantos casos de tarifas reguladas, el subsidio fue grosero durante los últimos años), y plantear reglas de juego perdurables para la distribución y venta de gas por garrafas.
Concentrémonos en este último aspecto. La semana pasada el Estado liberó el precio al cual se vende el gas envasado en garrafas. Fue un día de intenso frío, lo cual, a los amantes de las explicaciones conspirativas les proporcionó material para desenmascarar el verdadero móvil de la medida adoptada.
Lo importante es que la liberación del precio se mantenga. Alfred Marshall, pensando en la respuesta de la oferta de cualquier producto, distinguía entre los plazos inmediato, corto y largo. En el caso que nos ocupa, si la liberación del precio del gas envasado en garrafas resulta perdurablemente creíble, inducirá a más personas a dedicarse a proveer el mencionado producto. El cual no se venderá gratis –y sí probablemente a mayor precio que el que se distribuye por redes–, sin subsidios. Pero, seguramente, costará menos que si la oferta está sujeta a vicisitudes referidas a regulaciones, congelamiento, etcétera.
¿Y si los actuales oferentes de gas por garrafas no solo constituyeran un monopolio, sino que encima fuera mafioso, es decir, que amenazara a los potenciales competidores con romperle las instalaciones y el cráneo? No tengo cómo saberlo y por supuesto que estoy razonando, no denunciando.
Pero, en todo caso, ahí es donde cabe reclamar la intervención estatal. Pasando los debates y la acción pública del nivel doctrinario al plano concreto.