Miguel Passarini
Un relato que va de lo exultante del éxito a la oscuridad de un dolor difícil de poner en palabras. Un viaje por etapas, por situaciones habitadas por una actriz de una solvencia escénica infrecuente, que no escatima a la hora de ponerle el cuerpo a un personaje que la lleva por lugares incómodos que confronta con el público al que, sin embargo, logra borrarle cualquier posible atisbo o estrategia de actuación. Y es allí donde radica toda su magnificencia y contundencia.
El sábado por la noche pasó por la sala Lavardén (y ojalá regrese pronto) Prima Facie, unipersonal basado en un texto de la escritora y abogada australiana Suzie Miller, también convertido en novela, protagonizado por la extraordinaria Julieta Zylberberg, uno de los éxitos de la cartelera porteña, con adaptación y dirección igualmente notables de la también actriz Andrea Garrote.
Con presencia en importantes capitales del mundo en el presente, el material llegó a la cartelera nacional en un momento clave: cuando las luchas de los feminismos fue puesta en duda hasta por el mismísimo Estado, entonces la tarea es doble y el debate, imprescindible, porque en ciernes la obra es una piña en el mentón a la Justicia patriarcal.
En escena, una abogada, Romina Figueroa, joven y talentosa, describe con arrogancia los vaivenes de una profesión que eligió aun sabiendo las pocas chances que tenía de llegar a alcanzar un lugar de peso desde el primer día que piso la Facultad de Derecho, entre muchas otras cosas por ser mujer, pero es algo que finalmente consigue, en un primer conflicto que expone la diferencia de clases y la importante de no olvidar nunca esa conciencia, e incluso el peso de la portación de apellidos encumbrados en un ámbito además de machista, endogámico.
Allí el éxito, que pasa por ganar juicios penales en una contienda diaria, es una especie de meca, pensado como ese logro donde, justificado por lo que dicen unas leyes escritas, rubricadas y ratificadas por contextos vinculados a una Justicia siempre de los hombres, la abogada en cuestión defiende abusadores. Pero no sólo eso: incluso en cierto modo subestima los recursos discursivos y borrosos recuerdos de sus víctimas, porque siempre se basa en lo que ve, en esa “prima facie” o “mirada a primera vista”. Pero como en la vida, todo se da vuelta: ella es la que queda del otro lado, y su situación personal la obliga indefectiblemente a mirar y a defender lo que hay detrás de ese primer plano que asume ver por primera vez.
Ni tan simple ni tan plano sino todo lo contrario, para nada previsible aunque se conozca de qué viene la obra, Prima Facie es un alegato frente a las contradicciones de este tiempo, la construcción de un ejido dramático complejo, de una contundencia inquietante y desafiante, que pone en escena lo arbitrario de la Justicia frente a una mujer que es abusada, pero eso es muy difícil de contar.
Para poder hacerlo, hay que abrir y desmenuzar los engranajes fallidos de esa Justicia que son vistos de un lado y del otro del espejo, engranajes que se ponen en tensión para que el sistema funcione pero dejando entrever que la idea de “funcionamiento” puede tener otros puntos de vista, otras realidades que siempre estuvieron ahí pero que no fueron percibidas e incluso intencionalmente olvidadas.
En Prima Facie, la talentosa Julieta Zylberberg se abisma a un viaje plagado de complejidades, un recorrido desolador y doloroso, sin fisuras a la hora de actuar, que luego de hacerlo propio, logra poner en los cuerpos de cada espectador más allá de los géneros, el desafiante número de una estadística atroz: una de cada tres mujeres será abusada alguna vez.
En ese viaje, cada gesto que afronta, lo hace con una claridad y un conocimiento de lo que va a contar que lo vuelve algo poderoso, y todo eso encuentra su correlato en los detalles de vestuario, puesta de luces y unos pocos objetos escenográficos que se “acomodan” a ese cambio brusco pero inevitable del punto de vista de la realidad que le toca transitar a la protagonista que pareciera ir del costado glam de su profesión a la frialdad más gris y absoluta en la que vive una mujer abusada.
Con este trabajo, Julieta Zylberberg se confirma como una de las actrices más singulares de su generación, en su potencialidad de recursos, en sus formar de actuar y de narrar siempre al mismo tiempo, siempre en paralelo, en una idea que habita en el texto de ser el personaje central cuyo cuerpo terminan habitando los otros, los secundarios, en sus gestos, en sus voces, en sus contradicciones, algunas veces insoportables.
Todo está allí: los sueños de una chica como tantas, hija de una clase trabajadora, que logra sus objetivos, sus sueños; la misma que a la vuelta del infierno finalmente se reencuentra y entiende un poco más a su madre, los años de trabajo en un estudio al que quizás nunca perteneció, su admiración por Damián que termina siendo un monstruo como tantos otros que le tocó defender, los 700 días que debieron pasar para que llegue un juicio donde la falta de sentido común y la revictimización están dispuestos como tantas otras veces a ganar la pulseada, la idea de que todo eso está contaminado a un punto sin retorno y hasta la descripción de una violación de la que todos los espectadores, les guste o no, serán testigos.
Con un trabajo extenuante y altamente conmovedor, la actriz logra romper una y otra vez hasta las astillas ese espejo que no es otro que el de las convenciones del teatro, donde, de la mano de Andrea Garrote, pero sola en escena, logra desafiar preconceptos, poner nuevamente en discusión la idea de consentimiento en todas las formas posibles a la hora de un encuentro sexual y dejar en claro que siempre y para siempre, más allá de las formas, de los contextos políticos, de las derechas negadoras, y de los tiempos y realidades de los vínculos, “no es no”.