Me crié teatralmente en Timbre 4. Fue el patio de mi casa, de la casa de un montón. Yo nací en La Plata en el 78 y empecé a estudiar teatro en Andamio 90 a finales de los noventa. Finalicé el colegio, estudiaba arquitectura en mi ciudad, tenía novia, y las postrimerías de los noventa no arrojaban horizontes de prosperidad. Con mis amigos hablábamos de guerra civil, de quién se iba a ir del país, de quién se iba a quedar. Estábamos perdidos. Había estado cerca de ser padre por ese tiempo. Pero no sucedió. Después, un agujero. Casi de un día para el otro empecé a estudiar. Por intuición. Por una fuerza sin nombre. Todos los sábados, me iba a la estación lleno de expectativas, me tomaba el tren, llegaba a la Capital, tomaba el 102, y al mediodía llegaba puntualmente a Andamio 90. Luego de cuatro horas de taller, donde pasaba de todo, el camino inverso. Volvía de noche lleno de preguntas, de imágenes, de sensaciones. El teatro me empezaba a constituir.
De Andamio a Timbre fue un paso natural. ‘Timbre’ allá por el 2001 ya empezaba a hacer ebullición. Pasaron los años, las obras. Fiestas. Amores. Madrugadas de ensayos. Hicimos Jamón del Diablo, un obrón. Hicimos otras. Me fui, volví como docente un tiempo. Una exalumna, ahora ya actriz, y tres actores más,
me vinieron a proponer que los dirija en esta obra. El grupo ya la conocía, la habían leído, querían hacerla. Estaban conmovidos con el texto. Conocían también a Marta Arán, que había venido a un encuentro en Timbre 4. Marta es la autora de La chica de la lámpara. Una comedia impiadosa. Atrapante. Cruel.
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La obra es una comedia cruzada con pesadillas. Marta escribe un universo paradójico y complejo, lleno de detalles de humanidad, de una sensibilidad que me despertó recuerdos e imágenes olvidadas. El universo de su protagonista, embarazada de algunos meses, quien tiene el objetivo de ser la nueva directora artística de una importante galería, es exquisito. Ella tiene culpa de sentir lo que siente. Arán ubica a su protagonista entre dos precipicios. Es un juego endiablado. “Alba” se llama ella. Está muy perdida. Y es apasionada. Una combinación letal. Perdió a su madre recientemente por enfermedad. Su hermana acaba de regresar por la herencia. Su pareja sólo piensa en una cosa: La chica de la lámpara, su instalación artística que está decidido a presentar en la Feria Nacional y con la que piensa combatir la censura que impone la moral de la época. “Una mujer desnuda, con una lámpara en la cabeza, y un hilo que sale de su entrepierna del que se prende y se apaga la luz”. “Provocar’”
proclama a los gritos, “lo políticamente correcto”. Y en silencio, sigilosa y cordial, la nueva empleada teje desde su eficiencia y sus relaciones sociales, su propio camino. Todos los personajes están llegando a sus treinta años, y perciben atravesar un umbral donde todo se acaba: becas artísticas, viajes por el mundo, la posibilidad de destacarse, de “ser alguien”, de tener un nombre, de realizarse. Para todos, es “ahora o nunca”.
La puesta que se presenta en El excéntrico de la 18 refuerza los rasgos de una generación que compite todo el tiempo por todo, que corre hacia no sabe dónde, que no persigue sueños, persigue metas. Solo creen en lo que ven. Todos tienen una mira telescópica montada sobre un individualismo impiadoso. Y mientras tanto, alguien está por nacer. Se va a llamar “Alien” dice Alba, y su hermana sonríe, extrañada. “Tal vez lo quiera”. “Tal vez en algún momento me sienta como mamá”.
Para mí, dirigir esta obra es muy especial. Siento que, como diría Monti, se configuran un montón de hechos que me sucedieron en la vida. El teatro, las pérdidas, las ausencias, los deseos. Siento que dirigir es mirar para construir mirada. Siento que esta obra es un epitafio de la posmodernidad. Y que mientras algo muere, algo siempre está naciendo al mismo tiempo. La obra germina en el fondo de una grieta.
*Director de La chica de la lámpara.