En México se ha consolidado una nueva religión política: el culto al Estado como único agente del bien. Esta fe no se articula en templos ni con sotanas, sino desde la academia, los escritorios fiscales y las redes sociales. Sus sacerdotes son burócratas moralistas y economistas militantes que ven al ciudadano autónomo como una amenaza.
Tres frases bastan para ilustrar este delirio:
1. Viri Ríos, 23 de octubre de 2024:
“Uber está mintiendo, pero si fuera cierto que su negocio solo sobrevive por tener 250 mil personas trabajando para ellos sin seguro social, pues sí, que se vaya.”
2. Viri Ríos, 21 de octubre de 2021:
Los donadores “saludan con sombrero ajeno”. Al deducir impuestos, roban al Estado la potestad de decidir el destino de ese dinero.
3. Margarita Ríos-Farjat, 5 de abril de 2019 (como jefa del SAT):
“El impuesto a pagar no es dinero nuestro, es dinero de la nación.”
Estas tres declaraciones, más que posiciones técnicas o ideológicas, revelan una teología política basada en la negación del individuo. En este credo, el dinero que ganas no te pertenece realmente. La libertad para trabajar, donar o elegir tu forma de vida está subordinada al juicio moral del Estado. Y todo aquel que actúe fuera del marco fiscalista es, por definición, un impostor, un evasor, un traidor a la patria.
No se trata de justicia social. Se trata de control total.
Quien dona sin intermediación estatal, usurpa funciones divinas. Quien trabaja sin prestaciones, aunque lo haga por necesidad, perpetúa el pecado original del mercado. Y quien no paga impuestos con entusiasmo, no es suficientemente mexicano.
Esto no es progresismo. Es un fascismo contable, disfrazado de virtud.
Detrás de estas frases hay una ideología transpersonalista, que considera al individuo como medio del proyecto estatal. Es el eco de Hegel: “El Estado, las leyes, las constituciones son los fines; el individuo debe ponerse a su servicio.”
Por eso no les incomoda que 250 mil personas pierdan el sustento si Uber se va. Lo importante no es la vida concreta de esos trabajadores, sino que el modelo se ajuste al ideal burocrático. Si no caben en el Excel, que desaparezcan. Su bienestar no importa. Su obediencia sí.
El problema no es Uber, ni los donativos, ni los impuestos. El problema es que el ciudadano libre se ha vuelto insoportable para quienes creen que toda virtud debe ser dirigida, deducida o sancionada por el Estado.
Esta es la lógica de todo totalitarismo blando: primero se santifica al Estado, luego se criminaliza al individuo.
Quieren hacernos creer que el dinero no es nuestro. Que ayudar sin permiso es traición. Que decidir por uno mismo es un acto de arrogancia.
Pero lo verdaderamente subversivo hoy no es evadir impuestos ni rechazar prestaciones. Lo subversivo es pensar que el ciudadano puede hacer el bien sin pedirle permiso al gobierno.
Y si eso incomoda a los burócratas redentores, a los planificadores que nunca han generado un peso ni trabajado una jornada en la calle, entonces que sean ellos los que se vayan.
Porque México no necesita más apóstoles del Leviatán fiscal. México necesita ciudadanos libres.